Artes de México

REVISTA ARTES DE MÉXICO | La ciudad transfigurada

29/04/2017 - 12:04 am

El primer impulso ante la bomba es cantar a la ciudad derruida. Un instante deshace los muros y el siguiente los construye nuevamente: muros siempre nuevos, muros por siempre antiguos. La ciudad se nos derrite en las manos. La poesía le canta a las ruinas que caen y que al momento se levantan, renacidas.

Por Luisa Manero Serna

Ciudad de México, 29 de abril (SinEmbargo).- Orlando González Esteva nos pone en las manos mil ciudades imaginadas que son una sola. Abre ante nosotros una constelación, un vitral compuesto con fragmentos de muros y plazas. Enciende una luz de luces —porque si algo queda claro con el libro, es que su ciudad es luz— con un fin singular, un fin último: La Habana, La Habana por La Habana, y nada más.

Concierto en la Habana se fundamenta en una imagen: la sinfonía. ¿Por qué? Porque la continuidad de la música es una recreación de nuestra mente, pero la composición se forma de puntos de sonido, sonidos únicos concatenados. Cada uno deja entrever un universo distinto. De la misma forma, aquí se conjugan las voces de personas cubanas que escriben desde Cuba y escriben su propia ciudad. Cada fragmento literario oculta un universo tan vasto como el que guarda todo sonido singular.

González Esteva enmarca su selección de textos con el lazo de tres imágenes: el violoncelista, el San Cristóbal mítico que cruzó el río y la estatua de San Cristóbal que cruzó el mar. El violoncelista sí existió y era de Sarajevo, tocó cuando cayó la primera bomba, y a cada ataque siguió tocando para honrar a cada muerto. San Cristóbal ayudó al niño Jesús a cruzar un río y se maravilló por el peso del infante. La estatua de San Cristóbal, por su parte, fue realizada en Sevilla por Martín Andújar. Cuando la escultura llegó a La Habana, el maestro escultor del templo, mientas la adaptaba a sus nuevas condiciones, encontró en su pecho un agujero, y dentro de él, un papelito en el que Andújar, desde el otro lado de mar, pedía que rogaran por su alma. Estas tres imágenes construyen el templo en que descansa la escultura poética y narrativa de este libro.

Portada de El concierto en La Habana. Foto: RAM

El violoncelista inaugura la obra. Su música fue transformada en narración y poesía. La literatura, al igual que la música, ama el lenguaje de lo destrozado, y también sabe honrar a las víctimas de guerra o de infortunio. El arte desenmascara la ruina y entra en su fondo. ¿Pero por qué estamos hablando de ruinas? La Habana sigue en pie, ninguna bomba ha destruido su malecón ni sus fuertes, ¿por qué hay necesidad de un poeta o un violoncelista? Antes de seguir con la poesía, la narrativa y la música, imaginemos que la ciudad es como una pintura. Deleuze, en sus reflexiones sobre el acto pictórico, se pregunta cuál es su particularidad, qué es aquello en que contrasta el proceso y resultado de pintar con el proceso y resultado de la música o la escritura. Lo plasma en una palabra: la catástrofe. La catástrofe, para Deleuze, no es plasmar avalanchas y bolas de fuego, es algo profundo que subyace en el acto de crear una pintura. Esto quiere decir que el color representado surge de un desequilibro o un caos. Nace de algo que se destruye. Germina del interior de la composición, y según Claudel, una composición es siempre un conjunto, una estructura, pero desequilibrándose, desagregándose. ¿Qué tiene que ver esto con La Habana de Orlando y de todos los escritores a los que incluye en las páginas? La ciudad destruida con la que abre el prólogo es el corazón de todas las ciudades: la ciudad es una composición desequilibrándose, desagregándose —por algo Monsiváis hablaba de los rituales del caos. Es un desorden de donde surgen personas y vidas y muros e historia. Y también poesía.

La ciudad es la pintura de los espacios humanos. La literatura que es enunciada para y dentro de ella —representada en este libro por la música, pues el lazo que une a la palabra con el instrumento musical es tan antiguo como el nombre de las artes— no se basa en su caos, sino en el estatismo de la imagen que generamos a partir de sus formas móviles. Lo poético, entonces, cristaliza cada instante de su tendencia hacia el desorden. Rescata cada momento del desequilibrio de lo urbano. Decimos cada momento, porque el desequilibrio es hijo del movimiento, del cambio y del tiempo. “Y entonces los fragmentos del primer esplendor que se habían salvado adaptándose a tareas más oscuras, eran nuevamente desplazados, custodiados bajo campanas de vidrio […], y no porque pudieran servir todavía para algo sino porque a través de ellos se quería recomponer una ciudad de la cual ya nadie sabía nada”, dice Ítalo Calvino en el último epígrafe.

Pasemos a la figura de San Cristóbal, santo patrón de La Habana y de esta antología de fragmentos. El antologador afirma que el libro está encomendado a este personaje crucero de ríos. En una orilla encontramos una Habana de apariencias, y en la otra una Habana que palpita, respira y vive. A ella nos encamina la literatura. Esta ciudad está oculta en su misterio, y la palabra es el cuerpo inmenso que nos ayuda a cruzar el río. Pero este río no desemboca en el mar, sino que va hacia abajo, hacia lo hondo. Nos lleva al abismo de una ciudad vivida con palabra, sensación y cuerpo. Digo esto porque el abismo es una de las imágenes principales del libro: el agujero es la marca de la bomba, es lo que hay en el pecho de San Cristóbal, y es nombrado una y otra vez por los escritores presentes en esta sinfonía. “…el aire ahí no se ensancha tanto como se ahonda, entreabriendo camino, como para unas alas, hacia el fondo mismo del cielo”, dice Luis Cernuda; “la tiniebla que era el vientre de mi campo”, escribe Eliseo Diego. La obra construye una Habana al interior de La Habana. Una ciudad puesta en abismo.

La obra construye una Habana al interior de La Habana. Foto: RAM

Si la palabra cristaliza cada estadio de una Habana que perpetuamente renace del cambio desenfrenado, ocurre que, enfrentada a la ciudad móvil, saturada de mercados, bailes, disparos y fornicaciones, aparece de súbito la inmensidad del mar. Es la gran constante de la capital cubana, sus habitantes se encuentran con él por todas partes. Las aguas se conjugan con el cielo —que los escritores describen obsesivamente—, y esa unidad de mar y cielo envuelve la ciudad. La Habana, abrazada por el gran cuerpo del océano, se funde con él y se vuelve perpetua: “…esa agitación entre lo que desaparece en lo telúrico y reaparece en lo estelar, la imagen penetrando en la cantidad, ya sea extensión poblada o abstracción arenosa, es la sobrenaturaleza…” Como sugiere Lezama Lima, la tierra sube a la esfera celeste, y el suelo cubano, de pronto, se vuelve sobrenatural. Cada escritor ve con los ojos de su tiempo que La Habana, La Habana colonizada, la socialista, la que hace añorar la España natal, la rica, la decadente, aun como gran palmar primigenio, siempre ha sido la misma. De una forma u otra, los poetas siempre desembocan en su eternidad.

Hay otra imagen que navega entre los fragmentos. Esta ciudad, desde los inicios del dominio español y hasta el día de hoy (y probablemente también mañana) ha sido un lugar legendario de sexo y pecado, sensualidad y libertinaje: entre sus muros se conjugan el desenfreno de los marineros, la sangre caliente de las mulatas, los gringos que gustan del amor de los trópicos y las prostitutas que cambian su piel por cualquier crema americana que la cubra. Pero debajo de este mito, que efectivamente aparece en el libro, encontramos el mito paralelo —tan presente en los fragmentos como aquel otro—: una Habana de espíritu que limpia con su luz y con sus mares. Sumergirse en ella es una cura y un acto de iniciación: “todavía recuerdo ese primer baño de luces, ese bautizo, la radiación amarilla que nos envolvía, el hado luminoso de la vida nocturna…” (Guillermo Cabrera Infante); “cuidado, que pueden ser de pronto sorprendidos por la gota de agua que desciende de unos altos, que puede caeros en medio de la cabeza […] No vayan los que no sepan de ese bautismo esencial, molestia y orgullo de sus iniciados, a uno de sus más diáfanos misterios” (Fina García Marruz); “Esta ciudad pecaminosa de La Habana está construida de manera que puedes leer en ella, si sabes cómo vivir en ella, una analogía del reino de los cielos.” (Thomas Merton)

Hay quienes se atan en un pacto de amor con el gran espíritu de la isla cubana, dejan que penetre ella toda en su cuerpo y devienen urbe sobrenatural. La ciudad, con su materia de piedra en avalancha, da voz a su intimidad y su deseo. Un deseo que nos recuerda la tercera imagen: el ruego oculto en el pecho de la estatua. La Habana es catástrofe y plegaria.

Concierto en La Habana de Orlando González Esteva está disponible en librerías y en la tienda La Canasta, de Artes de México. Córdoba 69, colonia Roma, Ciudad de México.

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